Mago de las palabras

Gregory Rabassa

A Gabriel García Márquez, galardonado con el Premio Nobel, le gustó más la traducción que Gregory Rabassa hizo de su obra "Cien años de soledad" que el original. Hoy día, Rabassa goza de un renombre que raras veces tienen los traductores de obras literarias, y entre sus clientes se cuentan los mejores escritores latinoamericanos actuales.

Por Edwin McDowell*

Nunca la narrativa latinoamericana había tenido en los Estados Unidos la difusión que tiene hoy en día, ni la fantasía y vitalidad de los escritores latinoamericanos había sido tan admirada. Aunque la mayor parte de la fama se debe a los propios escritores, hay que reconocer que mucha de ella se debe a Gregory Rabassa, catedrático de aspecto tímido y pelo canoso, autor de la versión inglesa de más de 30 obras escritas en español y portugués.

A pesar de ser profesor de lenguas romances en Queens College y de Literatura Comparada en la Escuela de Graduados de la Ciudad de Nueva York, Rabassa ha traducido en los últimos 20 años autores muy diversos, entre los que figuran Gabriel García Márquez, de Colombia; Miguel Ángel Asturias, de Guatemala; Julio Cortázar y Luisa Valenzuela de la Argentina; Mario Vargas Llosa, del Perú; Jorge Amado y Clarice Lispector del Brasil; Dimitri Aguilera-Malta, del Ecuador; Luis Rafael Sánchez, de Puerto Rico y José Lezama Lima, de Cuba.

Es posible que Rabassa haya sido el primero en traducir a todos estos escritores al inglés. De estos, los que han tenido la oportunidad de leer la versión inglesa de sus obras con frecuencia se deshacen en elogios. La escritora argentina Luisa Valenzuela, autora de El señor de Tacurú (traducido como The Lizard’s Tail), dice: “Rabassa es un traductor tan brillante que resulta difícil creer que no se crio en América Latina. Y no me refiero solo a mi novela. Sus traducciones de García Márquez son también fantasticas”. A excepción de la versión inglesa de la primera obra de García Márquez, Rabassa ha traducido todo lo demás que la fantasía de este escritor temperamental ha producido, empezando por su fantasmagórica novela Cien Años de Soledad. Esta se publicó en inglés en 1970 e hizo más por llamar la atención de los lectores de habla inglesa hacia la literatura latinoamericana que ninguna otra, antes ni después. También hizo que el público se fijara en el traductor, sobre todo después de que García Márquez declaró que le gustaba más la versión en inglés de Rabassa que la suya en castellano.

Muy pocas veces ocurre que un traductor de obras literarias adquiera tanto renombre como Rabassa. En el transcurso de los años ha ganado los premios más importantes de la traducción de los Estados Unidos, comenzando en 1977 por el Premio del Libro Nacional, que le fue otorgado por el primer libro que tradujo en su vida: Rayuela (Hopscotch), de Julio Cortázar, compleja novela llena de retruécanos, juegos de palabras y términos polisilábicos. En 1977 su traducción de El Otoño del Patriarca (The Autumn of the Patriarch) de Gabriel García Márquez mereció el premio PEN y en 1981 obtuvo el premio Gubelkian, administrado por PEN —organización internacional de escritores— a la mejor traducción del portugués (Avalovara, de Osman Lins del Brasil). En 1980 la Asociación Norteamericana de Traductores le otorgó el premio Alexander Gode y en 1982 obtuvo la primera medalla PEN de traducción, galardones ganados por su aporte a la profesión.

“Ahora aspiro al premio Nobel”, dice Rabassa sonriendo, a sabiendas de que no existe tal galardón para los traductores. Sin embargo, si lo hubiera, Rabassa seguramente sería uno de los candidatos más fuertes.

A pesar de su eminencia, sus ex alumnos y los escritores cuyos libros ha traducido suelen comentar el sentido del humor y la despreocupación el modesto profesor. Su despreocupación se refleja en su manera de vivir, comenzando por la casa, de dos plantas, donde reside con su segunda esposa. La decisión de mudarse de su apartamento en la ciudad de Nueva York a esta casa en Long Island implica que dos veces a la semana Rabassa pasa cinco horas en el tren, entre ida y vuelta a la ciudad.

Rabassa admite que se algunos se volverían locos, pero que él aprovecha ese tiempo para leer, corregir trabajos de sus alumnos y revisar traducciones. Después de hacer una de las pausas que caracterizan sus conversaciones, agrega: “El ferrocarril de Long Island es un salón de lectura muy cómodo”.

Este desenfado se refleja también en sus hábitos de trabajo. Redacta los borradores de sus traducciones al dorso de anuncios y otros escritos de propaganda que le llegan por correo. Escribe a máquina en un pequeño estudio en los altos de su casa o en una terraza cerrada, rodeada de estantes sencillos, atestados de libros en media docena de lenguas. “Mando mis papeles a la Universidad de Boston —dice sonriendo—. De aquí a 100 años esos borradores serían una mina para los arqueólogos y los historiadores sociales”.

Aunque Rabassa ve el lado humorístico de casi todas las cosas, no se lo ve a la situación de los traductores, porque considera que son tratados como profesionales de segunda clase. “Un escritor que tiene éxito puede ganarse la vida con su pluma —señala Rabassa—. Pero un traductor, por mucho éxito que tenga, no gana para vivir, a menos que traduzca libros de medicina o catálogos”. Añade que aunque él recibió dinero por los derechos de traductor de la obra El Señor de Tacurú, muchos otros traductores no lo reciben, y, lo que es más, casi ninguna editorial de los Estados Unidos pone el nombre del traductor en la cubierta del libro. “Sucede a menudo que la persona que mecanografía la traducción gana más que quien lo traduce”.

Rabassa nació en Yonkers, Nueva York, en 1922. En esa época Miguel Rabassa, su padre, de origen cubano, era un acaudalado comerciante azucarero que tenía dos Cadillacs, chofer, mayordomo y un palco en el teatro de la Ópera. En cosa de un año la familia vino a menos y acabó mudándose a una finca en Hanover, Nueva Hampshire, donde pusieron una casa de huéspedes.

Gregory se educó en la escuela pública y después asistió becado a la cercana Universidad de Darmouth, donde estudió francés, español, portugués y redacción. Aunque había aprendido español con su padre, la primera lengua extranjera que estudió fue el francés. No fue sino más tarde que se le ocurrió estudiar portugués en Darmouth con un profesor de español, quien lo había aprendido de un pescador portugués.

En 1942, después de tres años de estudio en Darmouth, Rabassa se alistó en el ejército y fue destinado a la Oficina de Servicios Estratégicos, con la cual trabajó en Italia y en el norte de África. Cuando no estaba descifrando mensajes, el sargento Rabassa pasaba una buena parte de su tiempo leyendo y traduciendo La Divina Comedia de Dante, de una gramática anglo italiana enviada por un tío estadounidense. “Solo estaba matado el tiempo —dice— porque en esos días lo que yo hubiera querido hacer más que nada era escribir”.

Después de terminar sus estudios en Darmouth, Rabassa fue a la Universidad de Columbia a cursar estudios de posgrado. “Le estaba dando vueltas a la idea de dedicarme al periodismo —dice— pero como en Darmouth me había especializado en lenguas, pensé que debía continuar mis estudios de lenguas”.

Le resultó muy bien porque don Federico de Onis, exilado español y director del departamento de español, animaba a sus alumnos a prestarle atención al hemisferio sur. “Era poco después de la guerra civil española —recuerda Rabassa— y nos decía que España estaba agotada y que el porvenir estaba en la América Latina. Ni siquiera trataba de hablar portugués como hacían otros españoles, pero conocía bien la literatura brasileña”.

Rabassa escribió la tesis para su licenciatura sobre la poesía de Miguel de Unamuno y su tesis doctoral sobre El negro en la narrativa brasileña. Cuando se recibió de doctor, en 1954, hacía seis años que enseñaba en Columbia, primero castellano, después portugués y literatura hispanoamericana y más tarde un curso de posgrado de literatura brasileña.

Rabassa había estado en Cuba en 1939 y estuvo en México mientras estudiaba en la Universidad de Columbia, pero después no había viajado mucho por la América Latina. En 1962 hizo su primera visita al Brasil y más tarde estuvo allí durante un año de licencia. También ha estado en el Perú y en Colombia, pero nunca ha estado al sur de la ciudad de Sao Paulo.

En 1961 algunos profesores de Columbia y de Brooklyn College fundaron una revista literaria trimestral titulada Odyssey Review. Cada número destacaba escritores de dos países latinoamericanos y dos países europeos. “Mi labor consistía en buscar cuentos y poetas —explica Rabassa— pero pronto nos dimos cuenta de que no teníamos suficientes traductores para la narrativa y acabé haciendo yo algunas traducciones”.

La revista solo se publicó por dos años, pero fue lo suficiente para que empezara a sonar el nombre de Rabassa. Más o menos por esa época la editorial de Panteon Books andaba buscando un traductor para una novela de un escritor argentino que había vivido en Paris. “La directora de una editorial —cuenta Rabassa— me llamó y me invitó a almorzar. Le eché un vistazo a la novela, me gustó y para probar le hice una traducción de un par de capítulos. Había varias personas interesadas en hacer la traducción, pero me escogió a mí y en seguida me puse a traducirla en mis ratos libres. Me llevó como un año trabajando a ratos y desde entonces no he dejado de hacer traducciones”. La novela era Rayuela, de Cortázar.

Esa traducción motivó a las autoridades de Queens College a ofrecerle en 1988 una cátedra para que dejara su puesto de profesor auxiliar en la Universidad de Columbia. Cortázar quedó tan satisfecho con la tradución que se lo recomendó a García Márquez, que estaba buscando traductor para su novela Cien Años de Soledad, publicada en la Argentina. El resultado fue One Hundred Years of Solitude, producto de una de las más memorables colaboraciones literarias de los últimos tiempos.

Cuando se le pide que describa cómo trabaja, Rabassa cita el ejemplo de Rayuela. “Yo la leía a medida que la traducía —dice—. Así lo hago en muchos casos porque es mucho más divertido y porque la traducción debe ser la lectura más precisa del libro”.

Afirmaciones como esta desesperan a algunos traductores, que consideran esencial que el libro se lea con sentido crítico antes de empezar a traducirlo. Por el contrario, Rabassa a menudo solo hojea el libro lo suficiente para ver si mantiene el interés, pero, por lo general, deja la lectura crítica para el momento de la traducción.

En un rincón de la terraza cerrada, debajo de un cartel grande de Laurel y Hardy, una foto de Emiliano y Eufemio Zapata, comprada en México, y botones de las campañas presidenciales de Adial Stevenson y George McGovern, Rabassa enrolla sus papeles zarrapastrosos en el rodillo de una Olympia portátil, comprada hace 20 años y examina el texto frase por frase, párrafo por párrafo. Durante el año académico trabaja unas dos horas diarias y en las vacaciones y días de asueto trabaja hasta cinco horas. De vez en cuando consulta alguno de la media docena de diccionarios en inglés, español, portugués, latín, alemán y francés que tiene en en su escritorio. La mayoría de las veces lo que busca no es el significado de una palabra, sino un matiz determinado.

La mayoría de los matices los encuentra en lo que él llama su “acervo de la experiencia”. También observa que “uno puede darse cuenta de una palara tabú por la manera en que está usada en el texto original”. En estos casos consulta un diccionario español grande que tiene a la altura de su mesa y que da significados que no suelen hallarse en otros diccionarios. Cuando termina un borrador lo pasa en limpio en papel blanco, usando una máquina Hermes 9 manual.

Algunas de las ideas de Rabassa, así como su manera de trabajar, contravienen lo que los traductores suelen tener por juicioso; por ejemplo, su afirmación de que “un libro bien escrito solo tiene una traducción posible”. Hasta traductores que elogian a Rabassa arguyen que es posible que haya varias buenas traducciones de un mismo libro, igual que puede haber varias malas. En lo que están de acuerdo es que es posible que una traducción sea fiel en todos los detalles y sin embargo traicione el tono de la obra.

“Tono” es un término que surge a menudo en las conversaciones con los traductores, quienes con frecuencia equiparan su papel con el del director de una orquesta, cuya labor no es reescribir la partitura, sino sacar el máximo a cada nota.

Rabassa dice que “tener mal oído es tan fatal para el traductor como para el músico”. El traductor tiene que usar el oído para percibir la cadencia y la armonía del texto. “Si una obra canta en el original y no en la traducción, esta no es más que una glosa línea por línea —explica—. Si canta, pero está plagada de inexactitudes, entonces perpetúa un fraude. La traducción literaria es siempre como el acto de un equilibrista, en el que hay que balancear la fidelidad de manera que los lectores tengan el mejor libro posible escrito por un autor y se satisfagan las exigencias de corrección académica. Yo trato de resolver el dilema permaneciendo lo más fiel que se pueda al original sin sacrificar la facilidad de la lectura”.

Algunas personas afirmarían que poder traducir una obra tan complicada y extensa como Cien Años de Soledad, extraordinaria historia de la familia Buendía que transcurre en la aldea mágica de Macondo, es el resultado de un don divino más que de su aprendizaje. Rabassa insiste en que su aporte a One Hundred Years of Solitude es menos complejo de lo que parece. “Fue uno de los libros más fáciles de traducir —dice—. Solo me llevó cuatro o cinco meses, porque fluía con mucha facilidad. A menudo lo uso como ejemplo de un libro bueno, escrito con estilo. Es un libro que casi se traduce solo”.

No obstante, Rabassa hace todo lo posible por estar en comunicación constante con el autor y pedirle que le explique tal o cual palabra o frase para saber exactamente lo que tenía en mente en cada caso. Cortázar y él estuvieron juntos mucho tiempo cuando el escritor estaba de visita en Nueva York, a menudo se escribían y Cortázar, que hablaba inglés, le hizo muchas sugerencias y comentarios, entrelíneas en el borrador. Cuando traducía la obra de Clarice Lispector, Rabassa llevó consigo al Brasil la versión portuguesa del libro de la escritora y le consultó algunas cosas. Al traducir a Jorge Amado, le hizo preguntas al hermano de éste, James, quien lo traduce del inglés al portugués.

Los intentos de mantenerse en contacto con García Márquez por correo no resultaron porque “Gabo es mal corresponsal —dice—. Parece que una vez, alguien vendió un montón de cartas suyas y eso lo puso furioso”.

Rabassa dice que se siente obligado a poner a disposición de los lectores obras literarias escritas en otras lenguas, especialmente en las que a él le gustan. Desde el principio, ha traducido exclusivamente las que le agradan.

Todavía le faltan varios años para jubilarse, pero cuando piensa en el porvenir lo sigue haciendo igual que cuando era sargento en Italia y quería llegar a ser escritor. “Quiero escribir Finnegan’s Wake (El velorio de Finnegan) —dice— y no del todo en broma, pero hasta ahora no he podido echar a andar mi fama como Julio y Gabo. Me parece que me daría trabajo encontrar argumentos. Una de las grandes ventajas de ser traductor es que ya la trama y los personajes están dados y lo único que hay que hacer es infundirles vida”.

*Edwin McDowell es crítico literario de The New York Times.

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